El recuerdo

                                                             El recuerdo

Las casas también mueren. Algunas están desahuciadas, no hay nada que hacer por ellas.

Hay casas que siguen con vida, alegres de fachadas simpáticas y humor fino.

Otras tienen más recuerdos que el álbum de la abuela María Luisa. Guardan imágenes, escenas que reivindican el paso de cronos.

Toda casa tiene su historia. Despojos de merodeadores de sombras cuando el tic tac marca las 3: a.m. ¡No le tengo miedo a los espectros! He charlado con ellos mientras el humo de un cigarrillo completa la silueta del invitado.  Incluso, les he contado mi historia. Cuando el jardín era florido y no existía la maleza que cubre las antiguas bancas de hierro. He vivido en todas y también en ninguna.

Las paredes son artefactos que guardan secretos. Cada habitación cuenta lo propio. Si embargo, hay despedidas sin previo aviso, cortesías inexistentes en torno a un saludo inconcluso.

En los lugares más recónditos habitan inquilinos clandestinos disfrazados de evocaciones.

Son ignorados, continúan furtivos a la espera de salir del anonimato y entonces volver a vivir.

Las casas, al igual que las personas sienten, están vivas. Sus ventanas son un desfogue con claves a las cuales hay que saber descifrarlas, algunas no tienen combinación alguna, otras son herméticas. El enigma está en saber descubrir la simbología que nos brinda.

Hay casas grandes, chicas, medianas. Inconclusas, construidas con cimientos sigilosos y sentimiento de los que las habitan. Mi casa es grande, con ventanas que dan al mar, otras al cielo, ¡les digo que es enorme!, cuando me acuesto en la recámara puedo ver tapizado el techo de pequeñas lucecillas, algunos les llaman estrellas.

Vivo en los inquilinos, en las paredes, en la cocina y los dormitorios.

Nadie se escapa de mí. Tan solo soy un recuerdo.

Edgar landa Hernández.