RELOJ DE ARENA / Autor: Alberto Calderón P.

Lo despertó el frío que se le metía por debajo del catre, todavía jaló la cobija, pero los sueños ya se habían esfumado, sentado estiró los brazos y comenzó a rascarse un sobaco, después talló sus ojos tratando de ver mejor. El perro ladraba en el patio, se asomó a la ventana buscando el motivo, no encontró nada extraño, hizo una mueca de desaprobación, quizá el principio de una incompleta sonrisa, ya en la cocina bebió dos tragos el líquido del jarro. Cuando se disponía a ponerse el primer huarache vio como un dedo se volvía un fino polvo, se espantó muchísimo volteó a todos lados, los demás aún estaban dormidos. Observó los dedos que le quedaban y el espacio que dejó su dedo gordo. No le dolía. Antes de salir recogió y guardó cuidadosamente el fino granulado que había sido su dedo. Salió al campo y no regresó sino hasta el anochecer. Pasaron los días y los dedos iban desapareciendo uno a uno, en cinco días perdió los mismos dedos de su pie izquierdo, estaba desconcertado no le había querido decir a su hija ni a su yerno que parecían estar enojados con él, no sabía por qué no le hablaban, desde el domingo anterior que se fue a echar unos tragos con su compadre, solo el pequeño nieto lo veía, el infante intentó preguntarle a su abuelo que le pasaba. Pedro –su padre- al ver a Juanito con la mirada fija lo regañó.

La mañana del domingo se fue a la iglesia antes que todos y se sentó en primera fila, pensó que se estaba volviendo loco, después de rezar un padre nuestro llegó el cura y empezó la misa, sus parientes quedaron separados la hija empezó a sentir algo raro en el ambiente. Al terminar siempre iba a ver a su compadre para platicar a la galera y a echarse unos tragos para regresar a la cabaña pardeando. Pero ese domingo se siguió de largo, terminó de recorrer las polvorientas calles y saludar con una inclinación a todo el que se iba topando en su camino hasta que llegó al camposanto, se dirigió a la tumba de su mujer y le hablo tiernito.

–hay Josefa no se que me esta pasando, figúrate que los dedos se me están haciendo como polvito que guardo en el frasco de cristal con una tapa de corcho, ese que tanto te gustaba, el que nos trajo de regalo el Melquiades cuando nos regresamos del otro lado, ese ahora lo voy llenando con lo que se me va desbaratando, bueno solo te digo que si no estaré loco de verda, y no quiero decirle a tu hija Roberta pobrecita ya bastantes problemas tiene con el Pedro y el chiquillo, si le endilgo otra mortificación no pos a donde, mejor te lo cuento a ti -después de platicar un rato, le dijo- te dejo Vieja tengo que regresar ya vez que el Juanito salió re despierto y como que se da cuenta que estoy rete preocupado. Se puso el sombrero, se persigno y le hecho un padre nuestro y la bendición a su difunta. Una noche pasados los días tomo el vaso y vio que la tierrita había subido de nivel pensó que el chiquillo le había echado más tierra pero cuando se acostaba vio que le faltaba una pierna, eso sí que estaba raro. Decidió decirles lo que le estaba sucediendo por la mañana. Esa noche no pudo pegar el ojo. Al siguiente día temprano al sentarse en el catre se sintió ligero, lo primero que hizo fue ver el recipiente que se encontraba en la repisa pegada a la pared le pareció que poco a poco se iba llenando, se miro y su cuerpo se esfumaba, un fuerte viento abrió la ventana, tiró el frasco llevándose el polvo por el rumbo del camposanto.

Alberto Calderón P.

Noviembre 2015