Navegante de aquellas grandes aguas, donde coincidían las afluentes que vida
Te daban, en aquella pequeña canoa que se deslizaba en tu ser. La quietud de tu espejo de seda era tu característica. El río de las aguas mansas te llamaban. Majestuoso tu caudal en ofrenda entregabas a la mar, con su aliento a sal te seducía, tu absorto compenetrabas en ella, la mar.
Con los remos irrumpía yo la quietud de tu adormecimiento. Mi pequeña barca una columna agitada dibujaba a su paso. La densa selva te mostraba respeto alineándose en las márgenes de tu intimidante grandeza. El silencio era esa voz tuya que nos negabas, tal vez era el canto de tu humanidad que al entonarlo
A los hombres hipnotizabas que contigo se integraban en tus entrañas, eso lo contaba
Aquella leyenda, la del canto de las aguas mansas.
Cuando el cielo te lloraba sus lágrimas subliminaban tu quieto ser. A diario yo te recorría; a diario te pensaba rogando no me respondieras, pues bastaba un susurro tuyo para avasallar mi humano ser. Río de aguas mansas apaga tu voz, mudo queda, yo te arrullaré toda una eternidad con el ritmo de mis remos, acariciaré con mi cayuco la textura de tu piel, más no cantes porque viene a mi el recuerdo de tu tonalidad delirante con la que alguna vez la muerte me susurró aquel réquiem con el que tu me convenciste de cederte íntegramente mi ser.