Acercándose la noche caminé por mi sendero, a paso firme y sin mirar atrás. Escuché pasos como eco macabro de los míos y con un poco de miedo apresuré mi andar. Un grito espeluznante erizó mi piel… y un susurro en mi oído me hizo detener. Quedé paralizado en medio de la nada, queriendo correr para escapar de mis propios miedos. Pero algo me detenía y me sujetaba los pies con firmeza. Lentamente giré mi cabeza y la vi, con estos ojos que han visto tantas cosas pero nada igual de horripilante como ese rostro desfigurado por gestos macabros y llenos de dolor… Era la muerte que por mí venía, con vestido de gala para hacerme eterna compañía. Su mano descarnada acercó a mi rostro y al sentir el frío de su caricia tuve un vaguido antes de caer. Y caí a un pozo sin fondo. Y vi los rostros de todos aquellos a quienes conocí. Con lágrimas en los ojos decían adiós. Y yo no comprendí. Se me apareció el diablo vestido de fuego y con olor a azufre cocinado en el infierno preguntó mi nombre y revisó su lista de invitados de honor. Revisó de nuevo y en su lista no estaba yo. Entonces su fuego se convirtió en enojo y con su trinche picando arriba a la muerte ensartó, y la trajo a mi presencia; con humildad se disculpó y a la muerte castigó en el calabozo de la inconciencia. Abrí los ojos con cautela y gran sorpresa me llevé, al encontrarme en mi cama a media noche con agruras y gran pesadez. Juré entonces no cenar tan noche ocho quesadillas de delicioso huitlacoche.
Carlos Eduardo Lamas Cardoso.
México.
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